domingo, 2 de mayo de 2010

Carolyn y La buena vida.

Estabamos enojados con nosotros mismos. Teníamos dos días manejando así, aunque parecía meses el tiempo que llevábamos en ese plan de a ver quien chinga más duro. Paramos en el poblado de Lázaro Cárdenas a poner gasolina y a comer algo. Entramos a una pequeña lonchería llamada La buena vida, llena de moscas parándose y volando por todos lados; moscas grandes alrededor de la plancha y moscas chicas sobre la hielera que funcionaba como refrigerador. Una mujer de treinta años con ojos y expresión triste, razón por lo cual parecía más grande, nos miró detrás de la barra. Carolyn no hablaba nada de español, y en esos momentos de fuckyou’s constantes me parecía que hablaría mucho menos y gruñiría mucho más. Hay tacos, burritos, quesadillas y tortas, le dije en inglés. Un burrito con queso, me contestó sentada desde su banco de barra, despreocupada.


Yo la miraba usar su sombrero de paja comprado en Santa Rosalía a una mujer indígena de menos de metro y medio de estatura, la miraba con sus lentes de sol a la moda y su pelo claro, le miraba el escote y le miraba las piernas, y me enojaba el simple hecho de verla. Acabamos así porque en realidad nunca empezamos bien. Nos dijimos mentiras mutuamente desde el principio y salimos a la carretera sin pensarlo dos veces. Teníamos un mes juntos hasta hacía dos días; en realidad no recuerdo qué pasó, seguramente una estupidez. Sin lugar a donde huir individualmente seguimos la carretera. La mujer de treinta años y ojos tristes prendió el comal y puso a calentar carne sobre aceite vegetal. Son pareja, preguntó. Ni Carolyn ni yo contestamos. Parecen casados, insitió la mujer. Qué dijo, me preguntó Carolyn. Piensa que estamos casados, le dije. Carolyn me sonrió y luego le sonrió a la mujer. Quería quitarle su sombrero de paja y sus lentes y tirarla de su cabello claro hasta que alguien de los dos muriera o se acabara el mundo. No, le contesté a la mujer, no estamos casados.


Carolyn pareció interesarse en lo que estaba sucediendo y me preguntó qué decía la mujer. Le dije lo que habia contestado. Carolyn la volvió a ver y volvió a sonreirle. Luego volteó a verme. Mientras me servía agua caliente para tomar café instantaneo ví que Carolyn empezaba a arreglarse el cabello. No crees que soy bonita, me preguntó. No me jodas, le dije. Ella como si nada volvió a sonreirle a la mujer, quien inmediatamente después volvió a hablar. Si que están casados, dijo viéndome, ¿de dónde es la muchacha? Quize reír. Te preguntan de dónde eres, le dije a Carolyn, quien mostró gran curiosidad en la pregunta. Um, San Francisco, dijo, y me sonrió, como sabiendo (¡claro que sabía!) que me encanta traerla a estos pueblos desiertos de todo y en medio de nada al lado del mar y tenerla donde fuera y como fuese. Me veía como diciendo, mira, cabrón, a quien tienes aquí, y tu por pendejo no haces nada. Le dí un trago al café instantaneo y volví a la barra. Casi enciendo un cigarrillo pero me detuve cuando la mujer de treinta años nos sirvió los platos.


Comimos en silencio mientras la cocinera hablaba de lo feo que estaba el pueblo y de lo mucho que le gustaría irse a otro lado. Al otro lado, decía, especialmente a San Diego, por lo bonito y por lo límpio, porque una vez había ido para allá, de niña, con su escuela, a ver el zoológico, pero eran otros tiempos, decía, y hablaba de un parque muy grande y muy verde que estaba cerca del zoológico. Traté de no prestarle atención a la mujer. En eso entró un señor veinte años más viejo que la cocinera y le sonrió burdamente. Como está hoy, preguntó el hombre. Bien, y usted, respondió ella por cortesía. Pues más o menos, dijo él, es que a mi se me hace que me falta algo, no se bien qué, siguió con un tono de voz chingaquedito, a lo mejor usté sabe. A la mujer no le hizo nada de gracia el juego del tipo. Carolyn se levantó de su silla para servirse café y apoyó su pecho sobre mi espalda cuando pasó a llenar su vaso con agua caliente. Permanecí inmovil al sentir sus senos y seguí en lo mío. Traté de no pensar en nada aunque fuera imposible. El hombre pidió una Coca-Cola y siguió molestando a la mujer, quien quería salirse de la conversación a como diera lugar, sin éxito, ya que el hombre tenía respuesta para todo.


Salimos de la lonchería rumbo al carro y cada quien encendió un cigarrillo. Qué le dijiste a la mujer, preguntó Carolyn, relajada. Vi su cara y sus ojos claros através de los lentes de sol, se había vuelto a poner el sombrero de paja. Que te rapté contra tu voluntad hace unos meses, dije, pero que me había salido mal el plan porque te habías enamorado, y que ahora tengo que comprarte comida cada vez que tienes hambre. La primera broma en mucho tiempo, estúpida, lo sé, pero uno no se da mucha cuenta de lo que dice la mayor parte del tiempo. Eres un mentiroso, me dijo mientras daba una calada al cigarrillo, nunca he estado enamorada de ti, ni siquiera cuando te lo he dicho. Ya lo se, contesté, por eso me importas un carajo. Eres un tonto, volvió a decir resuelta y viéndome a los ojos mientras bajaba sus lentes de sol a la moda solamente lo justo para vernos sin filtros ultravioleta. Antes de llegar al próximo estúpido pueblo, dijo convencida, te voy a dar una mamada que te va a dejar sin nada dentro.